martes, 25 de noviembre de 2014

Rozamiento a escala atómica (Jacqueline Krim)

La nanotribología, el estudio del origen atómico del rozamiento, que los físicos habían venido ignorando, indica que esa fuerza nace de fuentes inesperadas, la energía del sonido entre ellas
Jacqueline Krim

JACQUELINE KRIM, profesora de física de la Universidad del Nordeste y miembro de su centro de investigaciones interdisciplinarias sobre sistemas complejos, se licenció en la Universidad de Montana y doctoró en la de Washington. Ha presidido la Sociedad Norteamericana del Vacío y hoy pertenece a la junta ejecutiva de su división de ciencia de las superficies.

Comencé a angustiarme conforme se acercaba la primera semana de diciembre. No se trataba, por supuesto, de la oscuridad ni de la llovizna de Boston que precede a la nieve. Esos días terminaba el plazo para remitir los resúmenes de las contribuciones al congreso anual de marzo de la Sociedad Norteamericana de Física, el congreso de la física de la materia condenada. Mi compañero Allan Widom y yo habíamos creado en 1986 una técnicaexperimental que medía la fuerza de rozamiento que una película de un átomo de espesor sufre al deslizarse sobre una superficie sólida plana. Pero no encontraba yo dónde clasificar mi resumen sobre la fricción a escala atómica en la miríada de categorías temáticas de la reunión de marzo.

No es que no se investigase el rozamiento. Siempre se me había recibido bien en las  sesiones dedicadas a la fricción macroscópica o la ciencia nanométrica de la multidisciplinaria Sociedad Norteamericana del Vacío. Si embargo, a la corriente principal de la física no parecía entusiasmar el tema. Casi unánimemente, se atribuía el origen del rozamiento a algo que tuviera que ver con la rugosidad de las superficies. Siendo un fenómeno tan universal, y considerada su importancia económica, cabría esperar un mayor interés. (De acuerdo con las estimaciones, si se le prestase mayor atención al rozamiento y el desgaste los países desarrollados se ahorrarían hasta el 1.6 por ciento de sus productos nacionales brutos, nada menos que 116.000 millones de dólares en los Estados Unidos, sólo en 1995.)


La verdad es que no estaba sola en mi empeño. A finales de los años ochenta aparecieron, como la mía, muchas técnicas nuevas para estudiar la fuerza de fricción experimentalmente, deslizando átomos sobre sustratos cristalinos, o teóricamente mediante nuevos modelos computarizados. La primera vez que llamé a esta especialidad "nanotribología" -la fricción, o la tribología, estudiada en geometrías nanométricas bien definidas- fue en una publicación de enero de 1991. El término hizo pronta fortuna. La que fuera actividad de una comunidad de investigadores aislados dejada de la mano de Dios acabó convertida en disciplina científica por propio derecho
Desde entonces, los nanotribólogos han venido descubriendo con regularidad diferencias notables entre la fricción a escala atómica y la observada microscópicamente. El rozamiento tiene muy poco que ver con la rugosidad microscópica de la superficie, y hay veces que el deslizamiento es mejor en una superficie seca que en otra humedecida. La fuerza es tan compleja, que aunque caractericemos a la perfección la interfaz de deslizamiento, no sabremos con exactitud qué pasará en ella. Si pudiésemos determinar de forma precisa el estado de cosas que media entre los contactos microscópicos y los materiales macroscópicos, lograríamos quizá, y gracias a ese mejor conocimiento del rozamiento, lubricantes superiores o piezas mecánicas más resistentes al desgaste.
Por esas mismas razones técnicas se ha querido conocer bien la fricción desde tiempos prehistóricos. Los homínidos, nuestros antepasados, de Argelia, China y Java ya la usaban hace cuatrocientos mil años cuando tallaban sus útiles de piedra. Doscientos mil años antes de Cristo, los neandertales tenían un buen dominio de la fricción y hacían fuego frotando maderas o golpeando pedernales. En Egipto se produjo un progreso importante hace 5000 años; el transporte de grandes bloques y estatuas de piedra para la construcción de las pirámides requirió un avance tribológico, las cuñas de madera lubricadas.

Los clásicos
Puede que la tribología moderna empezase hace 500 años, cuando Leonardo dedujo las leyes que gobiernan el movimiento de un bloque rectangular que se desliza sobre una superficie plana. (La obra de Da Vinci no dejó huella histórica, sin embargo, porque sus cuadernos de notas no se publicaron hasta cientos de años después.) Guillaume Amontons, físico francés, redescubrió en el siglo XVII las leyes del rozamiento estudiando el deslizamiento en seco de dos superficies planas.
Las conclusiones de Amontons forman parte ahora de las leyes clásicas del rozamiento.  En primer lugar, la fuerza de fricción que se opone al deslizamiento en una interfaz es proporcional a la "carga normal", o fuerza total que apriete las superficies. En segundo, quizás en contra de lo que la intuición esperaría, la magnitud de la fuerza de fricción no depende del área aparente de contacto. Un bloque pequeño que se deslice por una superficie experimentará tanta fricción como uno mayor que pese lo mismo. A estas reglas suele añadirse una tercera, que se atribuye al físico francés del siglo XVIII Charles-Augustin de Coulom, más conocido por sus trabajos sobre la electrostática: una vez ha empezado el movimiento, la fuerza de rozamiento es independiente de la velocidad. No importa a qué velocidad se impulse un bloque, la resistencia que sufrirá será casi la misma.


Las leyes clásicas de la fricción de Amontons y Coulomb han perdurado mucho más que los diversos intentos de explicarlas a partir de un principio fundamental, la rugosidad superficial, por ejemplo, o la adhesión molecular (la atracción entre las partículas de las superficies enfrentadas). A mediados de los años cincuenta ya se había descartado la rugosidad superficial de entre los mecanismos viables del rozamiento. Los fabricantes de automóviles, y no sólo ellos, habían descubierto, para su sorpresa, que la fricción entre dos superficies es a veces menor si una de ellas es más rugosa. Más aún, puede aumentar si se alisan las dos superficies. En la soldadura por presión en frío, por ejemplo, los metales muy pulidos se pegan firmemente.  Se creía, en cambio, que la adhesión molecular era una opción mucho más prometedora,  gracias sobre todo al ingenioso trabajo de F. P. Borden, David Tabor y sus colaboradores de la Universidad de Cambridge. Vieron que el rozamiento, aunque independiente, como dijo Amontons, del área de contacto aparente macroscópica, era proporcional al área real de contacto. Es decir, las irregularidades microscópicas de las superficies se tocan y unas se introducen en las otras. La suma de todos estos puntos de contacto constituye el área real de contacto. Habiendo establecido que había algún tipo de vínculo íntimo entre la adhesión y la fricción, el grupo de Cambridge supuso que ésta se debía básicamente a ligaduras adhesivas en los puntos reales de contacto, tan fuertes que sin cesar se arrancaban fragmentos minúsculos.  Pero esta explicación era errónea. Simplemente, no podía justificar que hubiese una  fricción considerable incluso en casos de desgaste despreciable. Bajo la supervisión del propio Tabor, un brillante alumno de doctorado, Jacob N. Israelachvili, creó en los años setenta un "aparato de fuerzas superficiales" adecuado para mensurar la fricción a escala atómica, y halló claras pruebas de un rozamiento sin desgaste. Estas mediciones dejaron a Tabor perplejo acerca de cuál podría ser la causa de la fricción.
El aparato de Israelachvili explora los contactos lubricados entre superficies uniformes de mica. Se basa en la lisura atómica de la mica; al exfoliarla se obtienen superficies que incluyen áreas atómicamente planas de hasta un centímetro cuadrado, una distancia de más de 10
millones de átomos. (Las superficies corrientes sólo son planas en distancias de 20 átomos y los metales lisos no pasan de los 300 átomos.) Cuando se tocan dos superficies de mica se forma una interfaz libre de cimas o montes atómicos (de "asperezas"). En el aparato se pegan, por lo general, los reversos de las superficies de mica a unos semicilindros cruzados que pueden moverse en las dos direcciones del plano horizontal. Para medir el área de contacto, los investigadores irradian un haz de luz coherente que cruza el hiato y estudian el efecto óptico resultante, un patrón de interferencia consistente en una serie de bandas oscuras e iluminadas. Las deformaciones de los muelles conectados a los semicilindros indican la fuerza de rozamiento.  Gracias a los aparatos de fuerzas superficiales se verificó la deducción macróscopica de  que el rozamiento era proporcional a la superficie real de contacto. Pero pasarían casi veinte años antes de que Israelachvili, ya profesor titular de la Universidad de California en Santa Bárbara, determinase cuál era el escurridizo vínculo que ligaba la fricción a la adhesión. Con sus colaboradores, descubrió que el rozamiento no guardaba correlación con la intensidad del vínculo adhesivo. Por contrario, el rozamiento iba de la mano de la "irreversibilidad" adhesiva, o la cuantía en que difiere el comportamiento de las superficies cuando se pegan entre sí en comparación con su respuesta cuando proceden a su mutua separación. Pero el grupo no podía abordar cuál era el mecanismo físico explícito que daba lugar a la fricción que medían.
 James A. Greenwood, de la Universidad de Cambridge, autoridad mundial del contacto  tribológico de las superficies rugosas, resumió la situación en 1992 con estas palabras: "Si alguien inteligente explicase por qué existe la fricción y es proporcional al área [real] de contacto, nuestro problema estaría resuelto."

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