La nanotribología, el estudio del origen
atómico del rozamiento, que los físicos habían venido ignorando, indica que esa
fuerza nace de fuentes inesperadas, la energía del sonido entre ellas
Jacqueline Krim
JACQUELINE KRIM, profesora de física de la Universidad del Nordeste
y miembro de su centro de investigaciones interdisciplinarias sobre sistemas complejos,
se licenció en la Universidad de Montana y doctoró en la de Washington. Ha
presidido la Sociedad Norteamericana del Vacío y hoy pertenece a la junta
ejecutiva de su división de ciencia de las superficies.
Comencé a angustiarme conforme se acercaba la primera semana
de diciembre. No se trataba, por supuesto, de la oscuridad ni de la llovizna de
Boston que precede a la nieve. Esos días terminaba el plazo para remitir los
resúmenes de las contribuciones al congreso anual de marzo de la Sociedad
Norteamericana de Física, el congreso de la física de la materia condenada. Mi
compañero Allan Widom y yo habíamos creado en 1986 una técnicaexperimental que
medía la fuerza de rozamiento que una película de un átomo de espesor sufre al
deslizarse sobre una superficie sólida plana. Pero no encontraba yo dónde
clasificar mi resumen sobre la fricción a escala atómica en la miríada de
categorías temáticas de la reunión de marzo.
No es que no se investigase el rozamiento. Siempre se me
había recibido bien en las sesiones
dedicadas a la fricción macroscópica o la ciencia nanométrica de la
multidisciplinaria Sociedad Norteamericana del Vacío. Si embargo, a la
corriente principal de la física no parecía entusiasmar el tema. Casi
unánimemente, se atribuía el origen del rozamiento a algo que tuviera que ver
con la rugosidad de las superficies. Siendo un fenómeno tan universal, y
considerada su importancia económica, cabría esperar un mayor interés. (De
acuerdo con las estimaciones, si se le prestase mayor atención al rozamiento y
el desgaste los países desarrollados se ahorrarían hasta el 1.6 por ciento de
sus productos nacionales brutos, nada menos que 116.000 millones de dólares en
los Estados Unidos, sólo en 1995.)
La verdad es que no estaba sola en mi empeño. A finales de
los años ochenta aparecieron, como la mía, muchas técnicas nuevas para estudiar
la fuerza de fricción experimentalmente, deslizando átomos sobre sustratos
cristalinos, o teóricamente mediante nuevos modelos computarizados. La primera
vez que llamé a esta especialidad "nanotribología" -la fricción, o la
tribología, estudiada en geometrías nanométricas bien definidas- fue en una
publicación de enero de 1991. El término hizo pronta fortuna. La que fuera
actividad de una comunidad de investigadores aislados dejada de la mano de Dios
acabó convertida en disciplina científica por propio derecho
Desde entonces, los nanotribólogos han venido descubriendo
con regularidad diferencias notables entre la fricción a escala atómica y la
observada microscópicamente. El rozamiento tiene muy poco que ver con la
rugosidad microscópica de la superficie, y hay veces que el deslizamiento es
mejor en una superficie seca que en otra humedecida. La fuerza es tan compleja,
que aunque caractericemos a la perfección la interfaz de deslizamiento, no
sabremos con exactitud qué pasará en ella. Si pudiésemos determinar de forma
precisa el estado de cosas que media entre los contactos microscópicos y los
materiales macroscópicos, lograríamos quizá, y gracias a ese mejor conocimiento
del rozamiento, lubricantes superiores o piezas mecánicas más resistentes al
desgaste.
Por esas mismas razones técnicas se ha querido conocer bien
la fricción desde tiempos prehistóricos. Los homínidos, nuestros antepasados,
de Argelia, China y Java ya la usaban hace cuatrocientos mil años cuando
tallaban sus útiles de piedra. Doscientos mil años antes de Cristo, los
neandertales tenían un buen dominio de la fricción y hacían fuego frotando
maderas o golpeando pedernales. En Egipto se produjo un progreso importante
hace 5000 años; el transporte de grandes bloques y estatuas de piedra para la
construcción de las pirámides requirió un avance tribológico, las cuñas de
madera lubricadas.
Los clásicos
Puede que la tribología moderna empezase hace 500 años,
cuando Leonardo dedujo las leyes que gobiernan el movimiento de un bloque
rectangular que se desliza sobre una superficie plana. (La obra de Da Vinci no
dejó huella histórica, sin embargo, porque sus cuadernos de notas no se
publicaron hasta cientos de años después.) Guillaume Amontons, físico francés,
redescubrió en el siglo XVII las leyes del rozamiento estudiando el deslizamiento
en seco de dos superficies planas.
Las conclusiones de Amontons forman parte ahora de las leyes
clásicas del rozamiento. En primer
lugar, la fuerza de fricción que se opone al deslizamiento en una interfaz es proporcional
a la "carga normal", o fuerza total que apriete las superficies. En
segundo, quizás en contra de lo que la intuición esperaría, la magnitud de la
fuerza de fricción no depende del área aparente de contacto. Un bloque pequeño
que se deslice por una superficie experimentará tanta fricción como uno mayor
que pese lo mismo. A estas reglas suele añadirse una tercera, que se atribuye
al físico francés del siglo XVIII Charles-Augustin de Coulom, más conocido por
sus trabajos sobre la electrostática: una vez ha empezado el movimiento, la
fuerza de rozamiento es independiente de la velocidad. No importa a qué
velocidad se impulse un bloque, la resistencia que sufrirá será casi la misma.
Las leyes clásicas de la fricción de Amontons y Coulomb han
perdurado mucho más que los diversos intentos de explicarlas a partir de un
principio fundamental, la rugosidad superficial, por ejemplo, o la adhesión
molecular (la atracción entre las partículas de las superficies enfrentadas). A
mediados de los años cincuenta ya se había descartado la rugosidad superficial de
entre los mecanismos viables del rozamiento. Los fabricantes de automóviles, y
no sólo ellos, habían descubierto, para su sorpresa, que la fricción entre dos
superficies es a veces menor si una de ellas es más rugosa. Más aún, puede
aumentar si se alisan las dos superficies. En la soldadura por presión en frío,
por ejemplo, los metales muy pulidos se pegan firmemente. Se creía, en cambio, que la adhesión molecular
era una opción mucho más prometedora,
gracias sobre todo al ingenioso trabajo de F. P. Borden, David Tabor y
sus colaboradores de la Universidad de Cambridge. Vieron que el rozamiento, aunque
independiente, como dijo Amontons, del área de contacto aparente macroscópica,
era proporcional al área real de contacto. Es decir, las irregularidades
microscópicas de las superficies se tocan y unas se introducen en las otras. La
suma de todos estos puntos de contacto constituye el área real de contacto.
Habiendo establecido que había algún tipo de vínculo íntimo entre la adhesión y
la fricción, el grupo de Cambridge supuso que ésta se debía básicamente a
ligaduras adhesivas en los puntos reales de contacto, tan fuertes que sin cesar
se arrancaban fragmentos minúsculos. Pero esta explicación era errónea.
Simplemente, no podía justificar que hubiese una fricción considerable incluso en casos de
desgaste despreciable. Bajo la supervisión del propio Tabor, un brillante
alumno de doctorado, Jacob N. Israelachvili, creó en los años setenta un "aparato
de fuerzas superficiales" adecuado para mensurar la fricción a escala
atómica, y halló claras pruebas de un rozamiento sin desgaste. Estas mediciones
dejaron a Tabor perplejo acerca de cuál podría ser la causa de la fricción.
El aparato de Israelachvili explora los contactos lubricados entre
superficies uniformes de mica. Se basa en la lisura atómica de la mica; al
exfoliarla se obtienen superficies que incluyen áreas atómicamente planas de
hasta un centímetro cuadrado, una distancia de más de 10
millones de átomos. (Las superficies corrientes sólo son
planas en distancias de 20 átomos y los metales lisos no pasan de los 300
átomos.) Cuando se tocan dos superficies de mica se forma una interfaz libre de
cimas o montes atómicos (de "asperezas"). En el aparato se pegan, por
lo general, los reversos de las superficies de mica a unos semicilindros
cruzados que pueden moverse en las dos direcciones del plano horizontal. Para medir
el área de contacto, los investigadores irradian un haz de luz coherente que
cruza el hiato y estudian el efecto óptico resultante, un patrón de
interferencia consistente en una serie de bandas oscuras e iluminadas. Las
deformaciones de los muelles conectados a los semicilindros indican la fuerza
de rozamiento. Gracias a los aparatos de
fuerzas superficiales se verificó la deducción macróscopica de que el rozamiento era proporcional a la
superficie real de contacto. Pero pasarían casi veinte años antes de que
Israelachvili, ya profesor titular de la Universidad de California en Santa
Bárbara, determinase cuál era el escurridizo vínculo que ligaba la fricción a
la adhesión. Con sus colaboradores, descubrió que el rozamiento no guardaba
correlación con la intensidad del vínculo adhesivo. Por contrario, el
rozamiento iba de la mano de la "irreversibilidad" adhesiva, o la
cuantía en que difiere el comportamiento de las superficies cuando se pegan entre
sí en comparación con su respuesta cuando proceden a su mutua separación. Pero
el grupo no podía abordar cuál era el mecanismo físico explícito que daba lugar
a la fricción que medían.
James A. Greenwood, de
la Universidad de Cambridge, autoridad mundial del contacto tribológico de las superficies rugosas,
resumió la situación en 1992 con estas palabras: "Si alguien inteligente
explicase por qué existe la fricción y es proporcional al área [real] de
contacto, nuestro problema estaría resuelto."
En sintonía


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